Me encanta estar trepado en el guayabo, literal. En la casa de mis abuelos paternos, en el patio, había un árbol de guayabas. El clima y los cuidados de mis abuelos hacían de aquel árbol uno frondoso y generoso con los frutos. La forma que la naturaleza le dio a este árbol, lo hacía particularmente propenso a que lo trepáramos y pasáramos horas leyendo historietas de Memín Pinguín y arrancando guayabas para ingerirlas al momento.
Las guayabas eran maduras casi al final del verano, donde tomaban un color amarillo por fuera y perfectamente rosado en el interior. De sabor dulce, aunque a veces ligeramente acido, eran perfectas para preparar las aguas frescas que acompañaba la comida del día.
Sin embargo, para mí, no había delicia más grande que arrancar las guayabas todavía un poco verdes, que no son tan dulces, para ponerles un poco de sal y engullirlas en pocos bocados. La consistencia de la fruta es más firme y el sabor más astringente. Además, al cortarlas verdes era menos probable encontrar vida al interior de las guayabas.
Ayer fui al mercado, encontré unas guayabas verdes. Sin dudarlo, tome un buen número de ellas y las compre. De repente, los recuerdos de mi infancia me envolvieron y me sentí de nuevo trepado en ese viejo guayabo, que tanto nos alimentó y del que hoy solo queda un tronco casi seco.
La felicidad consiste en subir, encontrar un lugar adecuado y tomar lo que la vida tiene para nosotros.
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